miércoles, 28 de enero de 2009

capitulo 1 -Furia
Elena penetró en el claro.
Bajo sus pies, jirones de hojas otoñales se congelaban en la nieve
fangosa. Había oscurecido, y aunque la tormenta empezaba a amainar,
el bosque se volvía cada vez más frío. Elena no sentía el frío.
Tampoco le importaba la oscuridad. Sus pupilas se abrieron completamente,
recogiendo diminutas partículas de luz que habrían sido
invisibles para un humano. Distinguió con toda claridad las dos figuras
que forcejeaban bajo el gran roble.
Una tenía una oscura cabellera espesa que el viento había revuelto
y convertido en un alborotado mar de olas. Era ligeramente más
alta que la otra, y aunque no podía ver su rostro, en cierto modo supo
que sus ojos eran verdes.
La otra tenía una mata de cabellos oscuros también, pero los suyos
eran más finos y lisos, casi como el pelaje de un animal. Sus labios
estaban tensados hacia atrás, mostrando los dientes con furia, y
la gracia perezosa de su cuerpo estaba reunida en la pose agazapada
de una pantera. Sus ojos eran negros.
Elena los observó durante varios minutos sin moverse. Había ol-
vidado por qué había acudido allí, por qué la habían arrastrado allí los
ecos de la pelea en su mente. Atan poca distancia, el clamor de su rabia,
su odio y su dolor era casi ensordecedor, como gritos silenciosos
surgiendo de los combatientes. Estaban enzarzados en un combate a
muerte.
«Me pregunto cuál de ellos vencerá», pensó. Los dos estaban heridos
y sangraban, y el brazo izquierdo del más alto colgaba en un ángulo
antinatural. Con todo, acababa de empujar al otro contra el tronco
retorcido de un roble, y su furia era tan fuerte que Elena podía
sentirla y paladearla, así como oírla, y sabía que le estaba proporcionando
una fuerza increíble.
Yentonces Elena recordó por qué había ido allí. ¿Cómo podía haberlo
olvidado? Él estaba herido. Su mente la había llamado allí, apaleándola
con ondas expansivas de rabia y dolor. Ella había acudido a
ayudarle, porque ella le pertenecía.
Las dos figuras estaban caídas en el suelo helado ahora, peleando
como lobos, gruñendo. Veloz y silenciosa, Elena fue hacia ellos. El
de los cabellos ondulados y ojos verdes —Stefan, musitó una voz en
su cabeza— estaba encima, con los dedos buscando desesperadamente
la garganta del otro. La cólera inundó a Elena, la cólera y una
actitud protectora. Alargó el brazo entre los dos para asir aquella
mano que intentaba estrangular, para tirar hacia arriba de los dedos.
Ni se le ocurrió que no sería bastante fuerte para hacerlo. Era bastante
fuerte, eso era todo. Arrojó su peso a un lado, arrancando al cautivo
de su oponente. Por si acaso, hizo presión sobre su brazo herido,
derribando al atacante de cara sobre la nieve fangosa cubierta de hojas.
Luego empezó a asfixiarlo por detrás.
Su ataque le había cogido por sorpresa, pero no estaba ni con mucho
vencido. Devolvió el golpe, la mano sana buscando a tientas la
garganta de la muchacha. El pulgar se hundió en su tráquea.
Elena se encontró abalanzándose sobre la mano, yendo a por एल्ला


con los dientes. Su mente no lo comprendía, pero el cuerpo sabía qué
hacer. Sus dientes eran una arma y desgarraron la carne, haciendo correr
la sangre.
Pero él era más fuerte que ella. Con una violenta sacudida de los
hombros se liberó y retorció entre sus manos, arrojándola al suelo. Y
entonces fue él quien estuvo encima de ella, con el rostro contorsionado
por una furia animal. Ella le siseó y fue a por sus ojos con sus
uñas, pero él apartó la mano de un golpe.
Iba a matarla. Incluso herido, era con mucho el más fuerte. Sus labios
se habían echado hacia atrás para mostrar dientes manchados ya
de escarlata. Como una cobra, estaba listo para atacar.
Entonces se detuvo, cerniéndose sobre ella, mientras su expresión
cambiaba.
Elena vio que los ojos verdes se abrían de par en par. Las pupilas
que habían estado contraídas en forma de fieros puntitos se ampliaron
de golpe. La miraba fijamente, como si realmente la viera por
primera vez.
¿Por qué la miraba de aquel modo? ¿Por qué no se limitaba a acabar?
Pero la mano férrea sobre su hombro la estaba soltando ya. El
gruñido animal había desaparecido, reemplazado por una expresión
de perplejidad y asombro. Se sentó hacia atrás, ayudándola a sentarse,
sin dejar de mirar su rostro ni un instante.
—Elena —murmuró, la voz quebrándose—. Elena, eres tú.
«¿Es ésa quien soy? —pensó ella—. ¿Elena?»
En realidad, no importaba. Dirigió una veloz mirada en dirección
al viejo roble. Él seguía allí, de pie entre las raíces que sobresalían de
la tierra, jadeando, apoyándose en el árbol con una mano. Él la miraba
con sus ojos infinitamente negros y las cejas contraídas en una expresión
ceñuda.
«No te preocupes —pensó ella—. Yo puedo ocuparme de éste. Es
estúpido।» Luego volvió a arrojarse sobre el joven de ojos verdes.


—¡Elena! —chilló él mientras ella lo derribaba de espaldas.
La mano sana empujó su hombro, sosteniéndola en alto.
—¡Elena, soy yo, Stefan! ¡Elena, mírame!
Ella miraba, y todo lo que veía era el trozo de piel al descubierto
de su cuello. Volvió a sisear, el labio superior retrocediendo para
mostrarle los dientes.
Él se quedó paralizado.
Sintió cómo la conmoción reverberaba por todo el cuerpo del joven,
vio que su mirada se quebraba. El rostro adquirió la misma palidez
que si alguien le hubiera golpeado en el estómago. Sacudió la cabeza
ligeramente sobre el suelo fangoso.
—No —susurró—. Oh, no...
Parecía estárselo diciendo a sí mismo, como si no esperara que
ella le oyese. Alargó una mano hacia su mejilla y ella intentó morderla.
—Ah, Elena... —murmuró él.
Los últimos restos de furia, de deseo animal de matar, habían desaparecido
de su rostro. Tenía los ojos aturdidos, afligidos y entristecidos.
Y era vulnerable. Elena aprovechó el momento para lanzarse sobre
la carne desnuda de su cuello. Él alzó el brazo para detenerla, para
apartarla, pero luego volvió a dejarlo caer.
La miró fijamente por un momento, con el dolor de sus ojos alcanzando
un punto álgido, y luego simplemente se abandonó. Dejó
de pelear por completo.
Ella sintió cómo sucedía, sintió cómo la resistencia abandonaba
su cuerpo. Se quedó tendido sobre el suelo helado con restos de hojas
de robles en el cabello, mirando más allá de ella al cielo negro y
cubierto de nubes.
«Acábalo», dijo su voz cansada en su mente.
Elena vaciló por un instante. Había algo en aquellos ojos que evo-
caba recuerdos en su interior. Estar de pie bajo la luz de la luna, sentada
en una habitación de un desván... Pero los recuerdos eran demasiado
vagos. No conseguía aferrarlos, y el esfuerzo la aturdía y la mareaba.
Y éste tenía que morir, este de los ojos verdes llamado Stefan.
Porque le había lastimado a él, al otro, al que era la razón de su existencia.
Nadie podía hacerle daño a él y seguir vivo.
Cerró los dientes sobre su garganta y mordió profundamente.
Advirtió al momento que no lo hacía como era debido. No había
alcanzado una arteria o una vena. Atacó la garganta, furiosa ante la
propia inexperiencia. Resultaba satisfactorio morder algo, pero no salía
demasiada sangre. Contrariada, alzó la cabeza y volvió a morder,
sintiendo que el cuerpo de él daba una sacudida de dolor.
Mucho mejor. Había encontrado una vena esta vez, pero no la había
desgarrado lo suficiente. Un pequeño arañazo como aquél no serviría
de nada. Lo que necesitaba era desgarrarla por completo, para
dejar que la suculenta sangre caliente saliera a borbotones.
Su víctima se estremeció mientras ella trabajaba, los dientes arañando
y royendo. Empezaba a sentir cómo la carne cedía cuando unas
manos tiraron de ella, alzándola desde atrás.
Elena gruñó sin soltar la garganta. Las manos eran insistentes, no
obstante. Un brazo rodeó su cintura, unos dedos se enroscaron a sus
cabellos. Forcejeó, aferrándose con dientes y uñas a su presa.
—¡Suéltale! ¡Déjale!
La voz era seca y autoritaria, como una ráfaga de viento frío. Elena
la reconoció y dejó de forcejear con las manos que la apartaban.
Cuando la depositaron en el suelo y ella alzó los ojos para verle, un
nombre acudió a su mente. Damon. Su nombre era Damon. Le miró
fijamente con expresión enfurruñada, resentida por haber sido arrancada
de su presa, pero obediente.
Stefan estaba incorporándose en el suelo, con el cuello rojo de
sangre que también corría por su camisa. Elena se lamió los labios,
sintiendo una punzada parecida a un retortijón de hambre pero que
parecía provenir de cada fibra de su ser. Volvía a estar mareada.
—Me pareció —dijo Damon— que dijiste que estaba muerta.
Miraba a Stefan, que estaba aún más pálido que antes, si es que
eso era posible. Aquel rostro blanco estaba lleno de infinita desesperación.
—Mírala —fue todo lo que dijo.
Una mano sujetó la barbilla de Elena, ladeando su rostro hacia
arriba. Ella devolvió directamente la mirada de los oscuros ojos entrecerrados
de Damon. Luego, largos y finos dedos tocaron sus labios,
sondeando entre ellos. Instintivamente, Elena intentó morder,
pero no muy fuerte. El dedo de Damon localizó la afilada curva de un
colmillo y Elena sí que mordió entonces, dando un mordisco parecido
al de un gatito.
El rostro de Damon era inexpresivo, la mirada dura.
—¿Sabes dónde estás? —preguntó.
Elena miró a su alrededor. Árboles.
—En el bosque —dijo con picardía, volviendo a mirarle.
—¿Y quién es ése?
Ella siguió la dirección que indicaba su dedo.
—Stefan —respondió con indiferencia—. Tu hermano.
—¿Y quién soy yo? ¿Sabes quién soy yo?
Ella le sonrió, mostrando sus dientes afilados.
—Claro que lo sé. Eres Damon, y te amo.

1 comentario:

  1. gracias
    ayy que emocionate como va amar a damon iu!!!
    pero ya quiero leer lo demas grax

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